Al principio iba a llamarse El último hombre, haciendo referencia al libro de Maurice Blanchot. Después, pensé titularla El primer hombre, en homenaje a Albert Camus. Finalmente, consideré más apropiado, como título, un hombre sin más, eso sí, acompañado de su gata.

 

Fragmentos de un diario inacabado

     Yo fui su compañera durante algunos años. Años difíciles, sobre todo para él. Finalmente todo acabó mal, con mi muerte y casi la suya. Nos quisimos mucho, a nuestra manera, no tan diferente de como cabría esperar.

     Él dormía mal, casi siempre. Yo le observaba en la oscuridad de la habitación. Cuando la inquietud se apoderaba de su alma buscaba mis ojos con los suyos, y, sin decir nada, lograba tranquilizarle. ¿Pero quién hubiera podido dormir en aquella casa? Casi ninguno de los que lo intentaron quiso repetir la experiencia: demasiados ruidos extraños, demasiada oscuridad, demasiado frío.

     La casa llevaba abandonada más de diez años. Su aspecto era ruinoso y desolado. Ningún grifo se podía cerrar, ninguna luz funcionaba, ninguna puerta tenía llave ni cerrojo. Había velas consumidas por todas partes; caos y desorden inimaginables. Y sobre todo, lo recuerdo bien, el frío insoportable del invierno. Sus amigos iban y venía sin parar, pero nadie se quedaba. Ninguno de ellos podía comprender cómo podía él vivir allí, conmigo.

     Al no haber puertas, cualquiera podía entrar de la calle en cualquier momento, bastaba con subir quince o veinte escalones. En general eran amigos o conocidos, pero alguna vez también algún desconocido. Por eso tenía siempre aquel hacha en la mesilla que tanto inquietaba a quienes compartieron nuestras noches en aquellos años. Todos pensábamos que no hubiera sabido usarla llegado el caso, aunque nadie lo hubiera asegurado al cien por cien.

     Una noche, unos ruidos le alteraron más de lo habitual, buscó mis ojos, como siempre, pero esa vez no pude tranquilizarle, también yo estaba asustada. No dudó, cogió el hacha y, desnudo, bajó la escalera hasta la calle; había un hombre en la oscuridad del patio –en las calles sin asfaltar no hay farolas- que sin pensarlo, tal vez al ver el brillo metálico, echó a correr. Él se quedó ahí, inmóvil con su hacha y su cuerpo tan blanco y delgado. Lo recuerdo como si lo viese ahora. Se dio la vuelta, me buscó con la mirada y me vio en lo alto de la escalera, esperándole, como tantas otras veces. No dijimos nada, volvimos a la cama. Creo que durante años no comentamos con nadie lo ocurrido aquella noche; tampoco entre nosotros. Él no tembló al levantar su hacha contra el desconocido. Eso es lo que más me impresiona al recordar; y sé que también a él. Su corazón es frágil como el de un niño, pero su cabeza es fuerte como pocas he conocido.

     Mi muerte le afectó mucho: me quería y siempre se sintió culpable. También él estuvo a punto de morir; su corazón no podía resistir más aquella situación. Muchas veces había pensado escribir nuestra historia, pero ¿cómo hacerlo? Tal vez ahora, cuando apenas soy más que un recuerdo, sea todo más fácil.

    Recuerdo perfectamente aquella escultura de barro que tanto le costó hacer, era la primera, creo, de tamaño natural. Él debía de tener poco más de veinte años. Yolanda fue su modelo. Una noche, cuando había modelado ya más de la mitad del volumen, era yo quien no podía dormir y la curiosidad me llevó a acercarme demasiado. Yo creo que no la tiré, pero el caso es que se cayó y se destruyó completamente. Él siempre pensó que yo la había empujado, sin querer, pero nunca me dijo nada, ningún reproche; simplemente volvió a empezar.

     Se había empeñado en aquellos años en no trabajar en nada que no estuviera relacionado con la escultura, o al menos con el arte. Normalmente no teníamos ni un céntimo, pero eso no parecía preocuparle lo más mínimo; al menos teníamos una casa, algo parecido a un hogar. Diría que era un techo bajo el que guarecernos, pero eso sería mucho decir: un día, un estruendo terrible nos sobresaltó y tras unos segundos de aturdimiento corrimos a ver qué había ocurrido. La mitad del tejado se había desplomado en el comedor. Por el enorme agujero se podían ver las estrellas; eso era romántico, pero en la habitación los escombros cubrían la mayor parte de los muebles. La suerte quiso que no estuviéramos allí en ese momento.

     Algunos días no teníamos nada que comer; otros, alguien nos traía algo, a él o a mí, y lo compartíamos. Fue entonces cuando se le ocurrió poner en práctica un plan que había leído en un libro: se organizó una especie de programa para ir a comer a casa de algunos de sus amigos, por turno. El plan funcionó al principio, pero hasta para eso era demasiado desorganizado. En invierno se iba a cortar ramas a la orilla del río para calentarnos junto a la estufa. Las traía arrastrando hasta casa. Yo no podía ayudarle. Alguna vez tuvimos que quemar alguna silla o alguna otra cosa que no considerábamos necesaria. Muy pocas cosas, en realidad, nos parecían entonces imprescindibles.

 

     Casi nadie sabe que soy yo la que aparece sentada junto a él en ese retrato conjunto, con ese gesto tan nuestro. Me trae tantos recuerdos…
 

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Hombre con gato
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