Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto.

Santa Teresa

 

      Como Teresa, se piensa y siente penetrada en lo más hondo de sus entrañas por un rayo ardiente enviado desde el cielo. Es la imagen misma de la creación artística, el momento mágico de la divina fecundación.

      Su cuerpo se abre, se arquea, se eleva en un gesto de placer –o tal vez de dolor- inefable. Sus brazos se tensan, sus piernas se estremecen, su rostro se ofrece exhausto al sacrificio. Es el instante eterno del éxtasis, el grito inaudible de la emoción desgarrada.

      Si la comunicación más profunda entre dos seres tan solo es posible a través de sus respectivas heridas, si el ser humano es ante todo un ser herido por la finitud, Creación abre su cuerpo en un gesto último en el que su finitud se ofrece para ser inmolada por el rayo que la hará arder.

      Es fácil imaginar sus ropas rasgadas por el desorden de su movimiento convulso, un movimiento interior que va más allá del mero agitarse de sus músculos tensos. Más allá de la desnudez que se nos muestra, la escultura nos desvela el interior de un cuerpo colmado por el gozo de la ausencia.

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