En el mundo mítico y simbólico de la antigua Grecia, este dios –o semidios, pues se le supone la paternidad de Zeus con una madre mortal- ocupa un lugar tan privilegiado como misterioso y complejo. Se le han atribuido diversos orígenes inciertos: llegado de un mundo lejano, desconocido y exótico, o superviviente de una civilización arcaica muy anterior al orden olímpico impuesto por Zeus.

      Es el contrapunto de Apolo y al mismo tiempo su complementario. Si Apolo es el héroe solar, valeroso y previsible, el equilibrio medido, lo razonablemente comprensible, Dionisos es la noche, la luna, el ensueño, la poesía, el amor, la pasión, la música… y también la embriaguez, el delirio, el misterio de la experiencia interior: lo inexplicable, lo imposible.

     Como todas las deidades, gozaba de sus propias fiestas consagradas y celebradas en su honor. Quienes se encargan de dirigir los ritos dionisíacos, disfrazados, entonaban sus cantos –ditirambos- y escenificaban danzas y gestos ensayados. No se pretendía comunicar al público un mensaje concreto o una argumentación racional, sino que se buscaba su participación y compromiso: su complicidad. El público se veía así envuelto en un “espectáculo sagrado” del que formaba parte fundamental y en el que iba a sumergirse embriagado por la belleza de la música, la danza y los versos que mostraban sobre el improvisado escenario las grandes pasiones y sentimientos humanos más íntimos. Este fue el origen del gran teatro griego y posteriormente no sólo de nuestro teatro sino también de la danza, la música, la ópera y la poesía.

     Tuve la oportunidad, hace no mucho tiempo, de contemplar a un joven cuya belleza no tenía comparación posible con ninguna otra que hubiera podido conocer hasta entonces. Su presencia magnética, su cuerpo esbelto, fuerte y delicado, su caminar suave y decidido, eran en él una danza sagrada. Su deslumbrante y embriagadora desnudez fascinó a todos cuantos allí estábamos, cómplices de su misterio, y me llenó de preguntas sin respuesta: ¿qué puede ser la feminidad fuera de un cuerpo de mujer, en un afuera absoluto y pleno de sentido?

    Joven Dionisos quiere encarnar esa “feminidad” lunar y poética en un cuerpo inequívocamente viril. Despojado de cualquier ropaje o adorno, más allá de ambigüedades anatómicas o sexuales, representa un hombre joven cuya contemplación pueda liberarnos de categorías aprendidas, de reduccionismos dualistas, y que, como aquel joven, nos suma en el silencio gozoso de la pregunta que no busca respuesta.
 

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