Es en la experiencia extática de la ascensión donde debe buscarse la situación existencial original.

Mircea Eliade

 

 

     Hace poco, en una exposición, tuve ocasión de ver una grabación de los años veinte sobre la danza el vuelo que realizaba Isadora Duncan. En blanco y negro, y con el característico temblor de las imágenes filmadas en el primer cine, la grabación me cautivó absolutamente. Isadora, con sus pies descalzos, inmóviles sobre la tierra, concentraba todo el movimiento en sus brazos y sus manos hipnóticas. Su cuerpo erguido y su cabeza proyectada hacia el cielo se elevaban por encima del mundo en una incesante ascensión extática.

     Contemplar aquella maravilla, aquel milagro, produjo en mí un efecto difícil de describir. Durante un tiempo indeterminado –amplio a juzgar por la impaciencia de las gentes de museo- no pude apartar mis ojos de aquellos brazos que se ondulaban hasta lo imposible en una breve grabación que terminaba y volvía a comenzar una y otra vez. Sin lugar a dudas, volaba. Y acaso, como sugiere Morey, “para poder volar hay que tener bien asentados los pies en el suelo”.

     Brancussi, que tuvo la fortuna de conocer a aquella singular diosa de la danza, persiguió toda su vida desde sus primeras obras de madurez hasta sus insistentes “columnas sin fin” la intangible realidad del vuelo –tema paradójico como pocos para la escultura-. Sería aventurado pensar que toda su vida estuvo obsesionado por esta danza, este vuelo, pero lo cierto es que para mí, desde hoy, su obra ha adquirido otro significado.

     De la fascinación que me produjeron sus brazos –su cuerpo entero-, surgió sin remedio esta escultura que no pude dejar de hacer en cuanto volví a mi taller.

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El vuelo
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